El sufrimiento y la muerte de Jesucristo fue el momento más solemne en toda la historia. El eterno Hijo de Dios fue crucificado. Había tres cruces en Gólgota. Al lado derecho y al lado izquierdo había ladrones, crucificados por la rebelión y el homicidio. ¡En la cruz en medio, se colgaba Uno que sufría sin haber pecado! Él se moría por los pecados del mundo.
Jesús habló siete veces durante los últimos momentos en la Cruz. Antes de que la oscuridad se descendiera a la escena, Jesús habló tres veces. Durante esa oscuridad, habló una vez. Y después de que había pasado la oscuridad, Él pronunció tres frases más de amor.
1. La Palabra de Perdón
“Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23.34) Fue normal que una persona que se estaba crucificando hablara mientras se colgaba en la cruz. Pero sus palabras muchas veces consistían en gritos de dolor y ruegos para ser liberados. Ellos gritaran y maldijeran y escupieran a los espectadores. Pero aquí estaba Jesús, sufriendo una agonía indecible, y muriendo una muerte vergonzosa. Él no gritaba pidiendo que le tuvieran lástima, tampoco maldecía a sus crucificadores. No había ni un ruego para la libertad, en lugar de eso, una oración por todos Sus enemigos. Jesús oró por los que le habían condenado y burlado y que le habían clavado a la cruz — y por los de todas las naciones y linajes quienes a través de los años hayan errado el tiro.
¡Jesús hubiera podido causar que la tierra se abriera su boca para que Sus enemigos hubieran desaparecido vivos al Seol! Pero aquí podemos observar a Jesús, practicando lo que predicaba. Es mucho más fácil hablar del perdón que realmente perdonar. Pero lo que Jesús predicaba en el Sermón del Monte, lo practicaba en el Calvario sombrío.
¿Alguna vez le ha herido sus sentimientos alguien? ¿Puede orar por esa persona? Si tiene el espíritu de Cristo, usted orará mucho por esa persona, y quizá algún día llegarán a ser mejores amigos. La Biblia dice, “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros” (Efesios 4.32). Hemos sido gratuitamente perdonados, entonces debemos perdonar gratuitamente.
2. La Palabra de Seguridad
“Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23.42-43) En cada lado de Jesús, en dos cruces extendidas hacia el cielo, se colgaba un ladrón. Estos dos eran hombres culpables. Merecían morir. Los dos malhechores se colgaban por un tiempo en silencio, pero no eran capaces de quitar los ojos del Hombre quien revolcaba en Su propia sangre al lado de ellos. La sangre estaba goteando de sus cuerpos. Sus lenguas se habían hinchado con dolor. Después de un tiempo, uno de los malhechores comienza a hablar. Él se unió al discurso blasfemo que subía desde la multitud abajo. Él dijo al Hombre con la corona de espinas: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.” Pero inmediatamente, el otro ladrón (quien también había hecho comentarios burlistos) comenzó a temer a Dios mientras él llegaba cerca al borde de la muerte. Este segundo ladrón reconoció que Jesús “no había hecho ningún mal,” y que ellos de veras merecían su castigo, porque “recibimos lo que merecieron nuestros hechos.” Entonces el segundo ladrón se dirigió a Jesús con humildad y fervor, y dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.”
El segundo ladrón reconoció que la cruz era el lugar donde él tenía que morir, y que él estaba condenado a la desesperanza. Y amigo, eso es el primer paso requisito para poder ser salvo. Cada persona tiene que reconocer que él es incapaz y perdido antes de que pueda haber alguna esperanza de que se salve. Y cuando este hombre pidió misericordia, Jesús no le acusó de ser criminal y un malhechor que estaba más allá de poder ayudar. Jesús dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.” No solo me acuerdo de ti, sino ¡también te llevaré conmigo a un lugar donde jamás sufrirás otra vez, y donde todas tus penas y lágrimas se desaparecerán para siempre! Eso es gracia maravillosa. Aquí había un malhechor, un hombre que no era apto para vivir en la tierra, pero de una vez fue hecho capaz para vivir en el Cielo. Todo esto fue posible porque el gran cargo del pecado le fue quitado de sus hombros y fue puesto en el quien colgaba de la Cruz de en medio.
3. La Palabra de Consolación
“Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.” (San Juan 19.26-27) Mientras el gentío se burlaba y se mofaba, es bueno saber que había algunos presentes a quienes les importaba Jesús. Jesús miró hacia abajo y vio a Su madre parada cerca de la Cruz. A la par de ella, estaba el discípulo Juan. Este grupito de almas compasivas y afligidas presentaba un contraste impactante al resto del gentío burlisto. Jesús levantó la voz y dijo a Su madre: “Mujer, mira a Juan, de aquí en adelante, él será tu hijo.” Luego, le dijo a Juan: “De aquí en adelante, ella será tu madre.”
Intente comprender los pensamientos y emociones del corazón de la madre de Jesús. Sus discípulos le habían abandonado a Él; Sus amigos le habían dejado; Su nación le había rechazado; y Sus enemigos clamaron por Su sangre. Pero Su madre fiel se paró ahí, angustiada al pie de la Cruz. Sus heridas sangraban, pero ella no se atrevía contenerlas; Su boca estaba demasiada seca, pero no se atrevía mojarla. De seguro los clavos traspasaron el corazón de ella tanto como traspasaron el cuerpo de Jesús.
“Mujer, he aquí tu hijo.” Los años de obedecer a María y a José habían finalizado para Jesús, pero no los años de respeto y honor. Las palabras que el Dedo de Dios había grabado en las dos tablas de piedra en el Monte Sinaí nunca fueron revocadas. La Biblia todavía dice: “Honra a tu padre y a tu madre.” Los que tenemos a nuestros padres vivos todavía necesitamos seguir el ejemplo de Jesús en la Cruz.
4. La Palabra de Desolación
“Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (San Mateo 27.45-46) Jesús había orado por Sus perseguidores, había prometido la vida a un malhechor, había hecho provisión para Su madre — y ahora se cambia la escena. Varias horas se han pasado. Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, tinieblas cubrían la tierra. La noche sombría se extendió por toda la tierra como paño mortuorio. La creación animal fue horrorizada. Las manadas del campo se juntaban. La multitud que había rodeado el lugar de la crucifixión se apresuraba para regresar a Jerusalén con gritos fuertes. Y justo cuando llegaba el final de la oscuridad, Jesús clamó, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Durante todo Su ministerio, Jesús sabía cómo era estar desamparado. Temprano, los miembros de Su propia familia le desampararon. Nazaret, Su propio pueblo, le había desamparado. La nación, la cual Él vino para salvar, le desamparó. Pero en cada uno de estos casos, Él siempre podría escabullirse a la comunión tierna con Su Padre celestial. Pero ahora, aún Dios le da la espalda. La ley justa de Dios dice: “El alma que peca morirá.” Eso indica que, por motivo de haber pecado, estamos destinados a ser desamparados de parte de Dios para siempre. Pero, ya ve, Jesús ofrece pagar ese castigo en la Cruz, como dice la Escritura: “Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53.6). Jesús llevaba la paga de los pecados que usted ha cometido, y de los míos. Por eso, Él tenía que ser desamparado de parte de Dios para que no tuviéramos que ser desamparados por Dios para siempre en las regiones eternas de los perdidos.
5. La Palabra de Sufrimiento
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed.” (San Juan 19.28) Las tinieblas ya se habían ido. El sol alumbraba otra vez. Pero mientras Jesús moría en la Cruz, se le dio una sed agonizante. La muerte por crucifixión es el tipo más doloroso de tortura jamás inventado por el hombre. El escurrido de la sangre del cuerpo trae una sed intensiva. Todo el cuerpo pide agua. La agonía física de la sed es terrible; es más allá de poder expresar con palabras.
¿Puede imaginar a Jesucristo en la Cruz? Su cuerpo entero, atormentado por el dolor, los rasgos faciales hinchados y heridos, la barba arrancada, y la espalda lacerada por los azotes. ¿Puede escuchar la sangre gotear de las manos y los pies? ¿Puede ver la sangre gotearse de los hoyos grandes en las manos, haciéndose camino por los brazos hasta llegar a los codos, y de allí cayéndose al suelo abajo? Al pie de la Cruz había un charco de sangre especiándose. No en balde Jesús tenía una boca seca y la garganta se le ardía — y clamó: “Tengo sed.” Jesús estaba allí en la Cruz en nuestro lugar. La agonía que Él aguantó en el proceso de sustituirse es la agonía que tendremos que aguantar en el Infierno si rehusamos aceptarle a Él como nuestro Sustituto.
6. La Palabra de Triunfo
“Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es.” (San Juan 19.30) Los hombres parados al pie de la Cruz le dieron a Jesús vinagre (cuando Él clamó: “Tengo sed”) para que su garganta le ardiera aun más. Entonces cuando había recibido el vinagre, Él pronunció con voz fuerte esas grandes palabras: “Consumado es.” Las horas interminables de sufrimiento estaban por acabarse. El Salvador estaba por morirse. Fue por esta causa que Jesús vino al mundo, y ahora se levanta la voz en un grito de triunfo: “¡Consumado es!”
Jesús vivió aproximadamente la mitad de los años de una vida promedia. Durante ese tiempo, Él fue criticado y despreciado y rechazado. Fue capturado en el Huerto, llevado al Patio del Juicio, y condenado a morir. Ahora su sufrimiento fue terminado. Además, todo lo que se había profetizado en el Antiguo Testamento con respecto a Su muerte fue cumplido. Y por fin, la obra de la redención fue completada. Jesucristo había saboreado la muerte que nosotros merecemos — y ahora ¡la gran transacción fue hecha!
7. La Palabra de Encomienda
“Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró.” (San Lucas 23.46) Por seis horas, Jesús había estado colgado en la Cruz, y ahora podemos tomar un último vistazo de su rostro sufriente. Su cuerpo entero está desmayado y temblando por el último escalofrío. Sus respiros llegan a ser más y más débiles — hasta que toma un último suspiro, profundo y largo — “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Jesús estaba constantemente sometiéndose a Dios, y cuando se murió, murió de la misma manera de que había vivido. A nosotros también, se nos dice: “Encomienda a Jehová tu camino.” El cristiano puede (como Esteban en Hechos 7) clamar con su último respiro: “Señor Jesús, recibe mi espíritu.”
Jesús fue crucificado y sufrió en la Cruz para poder pagar el castigo de nuestros pecados. Él murió en nuestro lugar (I Pedro 2.24). Él fue herido por nuestras rebeliones (Isaías 53.5) Si le recibimos a nuestros corazones, llegamos a ser hijos de Dios (San Juan 1.12) y con nuevo significado podemos cantar el coro del Evangelio:
“Jesús firmó mi perdón, de esto estoy seguro, sí;
Mi lugar tomó en la Cruz, ahora ya no fui.
Mi vida todo yo le doy; la Suya dio por mí,
Cuando firmó mi perdón, en el Calvario ahí.”
Si nunca ha invitado a Jesús a entrar en su corazón, ¿por qué no hacerlo hoy?